“Para la fotografía, hay que saber experimentar el placer de esperar”
Sebastião Salgado, uno de los grandes y geniales fotógrafos contemporáneos, ha recorrido el mundo de manera peculiar, y durante ocho años, para su proyecto ‘Génesis’, que se expone en Europa. En esta extensa entrevista habla de Génesis, y también de su filosofía, de su visión política y de su vida dentro y fuera de Brasil.
Por Jesús Ruiz Mantilla. La Revista Semanal, El País (España). A pie, a caballo, la mirada aprende de otra manera. La mejor escuela como fotógrafo para Sebastião Salgado fueron quizá aquellos desplazamientos para trasladar el ganado por las fincas de su padre durante días recorriendo cientos de kilómetros. Así fue como la sensibilidad visual de quien es hoy uno de los grandes del mundo fue educándose. Paso a paso, aprendiendo, dice, “el placer de la espera”. Ocho años anduvo inmerso en su último proyecto –Génesis, expuesto hasta mayo en el Caixaforum de Madrid–, ocho años en los que se fijó en los orígenes del planeta, todavía presentes en muchos parajes preservados –o en peligro– de la Tierra. La mirada ecológica, ideológica, de este brasileño exiliado en Francia durante los años duros de dictadura, nómada, pero tremendamente familiar, ha conformado una ética y una estética global que nos ayuda mucho mejor a comprender el mundo.
¿Qué coche tiene? Tengo dos. Uno en Brasil y otro en Francia, que es un Prius (híbrido).
Leyendo sus memorias, ‘De mi tierra a la Tierra’ (La Fábrica), no me negará que un ‘dos caballos’ daba para mucho. Se recorrió usted Europa. De Praga a Alemania, de Ginebra a la Costa del Sol. Nos pasó algo muy gracioso con ese dos caballos. Recorrimos toda la costa mediterránea española en junio de 1970. Acampamos antes en Francia y cuando llegamos a Granada olía fatal. Creíamos que se nos había muerto una rata dentro. Paramos, comimos cuando todo el mundo dormía la siesta, lo sacamos todo, hasta los asientos. Debajo de uno encontramos un camembert podrido. Ahí estaba la causa. En esa época no existía el Mercado Común, casi nadie conocía el camembert. Metimos ese queso donde pudimos. Una señora que pasaba cogió la cajita y del olor la tiró al suelo; qué cosa, en aquella época nadie tenía idea de lo que era el camembert y los jamones estaban prohibidísimos en el resto de Europa, como si fueran una plaga que les iba a invadir mientras ellos debían proteger ese embutido que comen por Bayona.
Qué cerca estábamos y a la vez qué lejos. Sí, sí, pero era así. Aunque esa distancia se ha recortado entre Francia y España, mientras que entre Italia y Francia persiste, creo yo. Viven de espaldas.
Hablando de distancias. Eso para usted ha sido de gran importancia en su vida. La que separa Madrid y París era casi la que su padre recorría moviendo ganado de un lado a otro en su región en Brasil de Minas Gerais. También se van ya recortando. Hoy hacemos esa distancia en media hora de vuelo. Pero entonces no había ni carreteras, solo caminos; conducías el ganado valle a valle, buscabas puntos concretos para cruzar el río, contábamos los desplazamientos en tiempo, no en kilómetros. Eso entró en mi vida. Yo camino mucho, realizo parte de mis reportajes a pie porque en ese tiempo miro y siento la vida, la naturaleza. Ahora ando con GPS y me oriento mejor. Las distancias son muy, muy relativas. A lo mejor camino kilómetros para acercarme a un punto que en línea recta puede estar a 800 metros.
Gracias a esas vueltas, ¿ha aprendido usted a mirar mejor?
Ahí es cuando observo. El tiempo justo en el que se producen y se desarrollan los fenómenos naturales. Lentamente. Si no se produce un cortocircuito. La esencia muchas veces está en las curvas, en las vueltas que das, no en la línea recta. Mirar y saber esperar. Hay que saber experimentar el placer de esperar.
¿Cómo dice?
Una posibilidad inmensa de vivir junto a tu pasado. Disfrutar momentos de tu vida, tu historia, recordar. Así puedes esperar horas porque te estás transportando a experiencias cruciales. Es un placer muy grande. Los cazadores, que viven a la espera, saben de esto que le cuento.
Explíquelo así, en este mundo en el que vivimos obsesionados por las prisas.
Vivimos en un acelerador de partículas, en un clima de expectativas. Cómo funcionan los mercados, cuando a veces la economía va muy bien y las finanzas muy mal, cuando la industria ves que funciona, pero las agencias de calificación te advierten de que va a ir a peor, y es entonces cuando ocurre eso, que las expectativas bloquean, con una percepción a veces falsa, el buen funcionamiento de las cosas.
¿Justo lo contrario a la fotografía?
Se supone que este arte debe acompañar la realidad de un tiempo o un acontecimiento y congelarlo. Si tú vives para la fotografía, te ves inmerso en los procesos auténticos. Casi todo lo que ocurre puede resultar interesante. Lo que necesitas es comprenderlo, participar de ello para capturarlo.
Eso es muy zen, ¿no?
Bueno, oiga, cuando viajas mucho contigo mismo, acabas por ser un tanto zen. Esta es una profesión muy solitaria. Mi primer libro se llamaba Otras Américas, que publicó Luis Revenga, un editor. Salió por los 500 años del descubrimiento. Con ese libro yo aprendí a viajar. Había regresado a Brasil, de donde salí por problemas políticos; me adentré en las comunidades indígenas, que son muy desconfiadas con los occidentales. Para poder acceder a ellos tuve que pasar mucho tiempo a su lado, explicarles qué quería hacer; terminé contándoles historias que les interesaban porque me lo pedían.
¿Qué les llamaba la atención?
Historias de Palestina, del Amazonas, y ellos a mí también me contaban las suyas. Era una época en la que no tenía mucha plata. Iba en autobús y andando, pero no podía volver, porque solo disponía de dinero para la ida. Mi familia me hacía mucha falta, mi mujer, mi hijo mayor, mi pequeña célula tribal, pero a cambio me aceptaron en su comunidad. Aprendí a estar solo. Esas fotografías para mí tienen un valor muy grande.
¿Persigue un ideal con la fotografía que practica?
Muchas veces me han etiquetado de ser documental, militante, de dar una mirada basada en la economía. Nada de eso. La fotografía es mi vida, mi forma de vivir con coherencia.
¿Cabe algo de objetividad tras el objetivo de la cámara?
No, uno fotografía con su pasado, con su ideología, con sus traumas, con sus padres, su infancia, su personalidad a la espalda, a contraluz, a favor de la luz. No cabe. Así es, profundamente subjetiva.
En lo que no ha querido usted convertirse es en el fotógrafo que captó el atentado contra Ronald Reagan y que así, con ese sambenito, lo definieran siempre. ¿Cómo logró trascenderlo?
Eso fue un accidente. Mi primer viaje a Washington.
Cualquier fotógrafo se hubiese quedado con dicho calificativo de buen gusto, ¿no cree?
Sí, pero yo no quería que aquel segundo me acarreara una marca que no deseaba. Tengo las fotografías, las guardé y no circularon más.
No le importa haber pasado a la historia por series como ‘La mano del hombre’.
¿Era consciente cuando lo realizaba de que el mundo vivía una transición hacia otra parte? Sí, eran los años ochenta, no se hablaba de globalización, no existía Internet. Era consciente de que atestiguaba el fin de una época. Tanto que se llamó también Trabajadores. Una arqueología de la época industrial. Para mí era el fin de un mundo antes de que entraran más máquinas y robots. Sentí que algo muy fuerte ocurría y que debía hacer un homenaje a la clase trabajadora. De hecho, el libro lo quise llamar Proletarios, pero al editor no le gustaba, creía que no se vendería nada. Pero yo me basé en teorías marxistas, mi formación había sido esa para mirar hacia la minería, la agricultura, no los servicios. Con ello me hice una idea de lo que fue después la globalización, de que se producirían grandes movimientos entre países, y así es como empiezo mi proyecto sobre migraciones, Éxodos, el siguiente paso al fenómeno que produjo aquello.
La consecuencia. Sin embargo, en lugar de fotografiar el frío mundo tecnologizado del presente, prefirió buscar en los orígenes y acometer ‘Génesis’. ¿Tiene una idea de cómo sería para su cámara el mundo aséptico de los trabajos de hoy en la gran ciudad?
No es que me apetezca mucho eso. Se podría hacer de una manera espectacular, pero por otras personas con gran identificación con dicho mundo. Yo no dedicaría ocho años, como hice en Génesis, a ello. Hay que tener un gran amor por lo que acometes. Pero para quien quiera, creo que este es un gran momento para llevarlo a cabo, alguien que llegue de una formación moderna, una ingeniería, tecnología, pero que se quiera dedicar a la fotografía.
Con usted que no cuenten.
¿Yo? No, no. No sé ni enviar un fax, salvo un mensaje por este teléfono, eso sí. Me han creado una cosa de esas modernas en el Museo de Historia Natural de Londres por Génesis. No Twitter, lo otro.
¿Facebook?
Eso, Facebook, creo que sí, pero ni lo he visto. No es para mí. Yo estoy planteándome volver al Amazonas y defender una cultura que está en peligro por la alta tecnología agrícola, que busca expandirse, para protegerlos, para denunciar el acoso a estos pueblos indígenas.
Hable usted con Dilma Rousseff, que es amiga suya, o con Lula, para que lo paren.
Hablo, pero no es su culpa. Brasil es una democracia y la extrema derecha de mi país está dominada por el negocio agrario. Esa clase conservadora tiene un poder brutal, no con un partido, sino en todos, se adentran en cada esquina. Da lo mismo que Dilma quiera pararlo, esas leyes las sacan adelante. La pelea con el Gobierno es muy fuerte, y con los grupos ecologistas, aunque han conseguido que abandonen las tierras ocupadas a los indígenas por estos explotadores.
Bueno, algo es. Se ha mostrado muy partidario de esa clase política ahora en el poder en Brasil, que fueron perseguidos en la misma época que usted y encarcelados. No solo quienes están ahora. Desde la presidencia de Fernando Henrique Cardoso.
Ahí empezó todo.
Pero ha sido muy eclipsado después por Lula o la propia Dilma.
No tanto, ellos lo reconocen, pese a sus distintas procedencias dentro de la izquierda. Cardoso venía de la burguesía; los otros, del proletariado puro.
Usted proviene de la clase propietaria.
Cuando yo era niño, mi padre llegó a tener unas diez haciendas. Era un terrateniente. Poseía 15.000 cabezas de ganado, mucho. Después se fue deshaciendo de ellas hasta quedarse con una, en la que luego hemos plantado un bosque. Tampoco tenemos tanto. Mil hectáreas en Brasil es una propiedad pequeña, las hay de 100.000.
¿De dónde se siente?
Difícil saberlo. Toda mi vida viajé. Tengo siete hermanas, se casaron, yo iba de un lado a otro. Después me hice economista, me trasladaba con la Organización Mundial del Café en misiones a África, por todo el planeta. Pero si veo un partido de fútbol, voy con Brasil. Si entro en un avión, me pongo más contento si se dirige a Brasil, aunque aprendí todo por el mundo.
¿Y Francia?
La adoro. Francia y los franceses. Han sido todo, solidarios, generosos en el momento en que sufríamos esas dictaduras tan tremendas en América Latina. Un país muy cercano para los brasileños. La Constitución nuestra tiene como modelo la francesa, en cualquier ciudad de más de 100.000 habitantes había una Alianza Francesa, aprendí su lengua en Brasil, estudiábamos en la escuela francés y latín más que inglés.
Pese a aquella influencia racionalista y laica, la izquierda en la que usted militó estaba muy marcada por movimientos eclesiásticos.
Brasil, en ese sentido, ha contado con una Iglesia muy de vanguardia hasta la llegada de ese papa polaco que desmontó aquellos movimientos, sobre todo la Teología de la Liberación. Yo nunca he sido creyente, pero han contribuido a muchas cosas, y la izquierda actual de hoy fue conformada en gran parte por ellos.
Esa decisión de pasar de la economía a la fotografía, ¿le costó mucho? Usted vivía más que desahogadamente.
No me costó. Cuando me instalé en Inglaterra y desde ahí empecé a viajar a África por mi trabajo, la fotografía me proporcionaba más placer que los informes que debía hacer. Así que un día me metí con Lélia en un barquito de un estanque en Hyde Park y lo discutimos durante horas. Tenía una invitación para ser profesor en la Universidad de São Paulo, otra para trabajar en Washington en el Banco Mundial; para un joven economista era un futuro fabuloso.
Pero lo cerró.
Recuerdo el día en que presenté mi dimisión a mi jefe al frente de la Organización Mundial del Café. Me dijo que sabía que me iría al Banco Mundial; cuando le conté que no, que me dedicaría a la fotografía, me soltó: “¡Pero eres un estúpido! ¡Yo también quiero ser fotógrafo, y mi mujer, y mi hija!”.
A partir de ahí se dio una contradicción curiosa en su vida. Se convirtió en un nómada que se aferraba muchísimo a una familia que no ha roto. Sigue usted casado con Lélia Wanick más de 50 años después.
Creo que viajo por el placer de volver. La gran alegría en mí se produce cuando tomo ese último taxi que me lleva a casa. Es fantástica mi mujer. Al principio, ella podía ir de París a Bruselas a buscarme en coche porque yo me metía en vuelos muy baratos. Ella diseña mis libros con un corazón inmenso para este trabajo. Ha viajado conmigo para parte de Génesis, monta las exposiciones. Un fotógrafo es la punta de un iceberg, pero tengo un núcleo que es mi familia. La vida es esta. He tenido mucha suerte, mi fotografía no sería la misma sin ella, sin mis hijos Giuliano y Rodrigo; el segundo, con síndrome de Down.
¿Qué sensibilidad le ha aportado Rodrigo? Otra relación con la comunidad próxima. Después de tenerlo me he dado cuenta, caminando por las calles, de la cantidad de personas de su condición que existen. Cuando voy a su escuela, trato con todo tipo de muchachos; él nos ha dado una oportunidad única para insertarnos en su mundo. Está dotado de una dulzura tan grande, de una sencillez y una sensibilidad extremas, es fabuloso. Cuando tienes un hijo así, no vives una vida como la de los demás. Él ha estado siempre con nosotros, no le internamos en ningún lugar. No nos relacionamos mucho socialmente porque debemos quedarnos con él. Nos unió, nos abrió la mente en diversas direcciones.
En ‘Génesis’, a mí me da por ver el ojo de Dios. ¿Era esa su intención? Bueno, yo no creo en Dios, pero sí en ese orden establecido entre todos los elementos del universo, fruto de la evolución natural, con ese saber natural, esa interacción de millones de años, y quizá es producto de esa comunión entre la soledad y la naturaleza. Lo que sí me encontré en mi viaje por Etiopía fue a comunidades propias del Antiguo Testamento, sin contacto con otras comunidades alrededor, pero extremadamente modernas en su organización interior, productiva, o que al llegar te lavan los pies. Nociones que han permitido esa fertilidad a las orillas del Nilo en Egipto y que han sido cruciales en la construcción de nuestra historia moderna. He visto todas esas cosas. Un viaje para mí absolutamente esencial.
ECONOMISTA CON CÁMARA
Sebastião Salgado iba para preboste de la economía. Y en cierto modo lo es, pero en vez de sentado en los fríos despachos de los organismos internacionales, está trotando por el mundo cámara en mano y describiendo, gracias a trabajos como La Mano del Hombre o Éxodos, los efectos que ciertas decisiones provocan. este fotógrafo nacido en Aimorés (Minas Gerais) en 1944 se ha convertido en toda una figura para su país. Aunque vive entre Brasil y Francia, donde se exilió en los años sesenta y formó parte de la agencia Magnum, así como de Sygma y Gamma. De fuerte formación humanista y con gran compromiso ecológico, ha creado junto a su mujer, Lélia Wanick, el Instituto Terra.