El fracaso de las élites amenaza nuestro futuro
Si la gente ve que su élite económica tiene un desempeño mediocre, que solo se preocupa de sí misma y es ricamente recompensada, e incluso espera un rescate cuando las cosas van mal, los lazos se rompen.
Por Matin Wolf, editorialista económico principal del Financial Times. El Cronista (Argentina). En 2014, los europeos conmemoran el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Esta catástrofe inició tres décadas de salvajismo y estupidez, destruyendo casi todo lo que era bueno de la civilización europea de principios del siglo XX. Al final, como Churchill predijo en junio de 1940, “el nuevo mundo con todo su poder y fuerza” tuvo que intervenir para “el rescate y liberación del viejo mundo”. Los fracasos de las élites políticas, económicas e intelectuales de Europa crearon el desastre que le ocurrió a su propia gente entre 1914 y 1945. Fueron su ignorancia y prejuicios los que permitieron la catástrofe: ideas falsas y malos valores se pusieron en marcha. Estos incluían la creencia atávica de que los imperios no solo eran magníficos y rentables, sino que la guerra era gloriosa y controlable. Era como si una voluntad de suicidio colectivo se apoderara de los líderes de las grandes naciones.
Las sociedades complejas dependen de sus élites para hacer cosas, lo cual si bien no está bien, por lo menos no es grotescamente malo. Cuando las élites fallan, es muy probable que el orden político colapse, como ocurrió con las potencias derrotadas después de la Primera Guerra Mundial. Los imperios ruso, alemán y austriaco desaparecieron legando sucesores débiles por el despotismo. La Primera Gran Guerra también destruyó los cimientos de la economía del siglo XIX: libre comercio y patrón oro. Los intentos de restaurar este sistema producen fallas de élite, esta vez tanto de los europeos como los estadounidenses. La Gran Depresión ayudó a crear las condiciones políticas para la Segunda Guerra Mundial. A esta siguió la Guerra Fría, un conflicto entre democracias con una dictadura engendrada por la Primera Guerra.
Los resultados extremos producto del fracaso de las élites no son una sorpresa. Existe un trato implícito entre las élites y el pueblo: los primeros obtienen los privilegios y prebendas del poder y la propiedad, los segundos obtienen seguridad y en los tiempos modernos, algo de prosperidad. Si las élites fracasan, arriesgan ser reemplazadas. La sustitución de las élites económicas, burocráticas e intelectuales siempre es tensa. Pero, en una democracia, el reemplazo de las élites políticas es por lo menos rápido y limpio. En el despotismo, este cambio usualmente será lento y casi siempre sangriento.
Esto no es solo historia. En la actualidad sigue ocurriendo. Si uno busca lecciones directas de la Primera Guerra Mundial para nuestro mundo, las vemos no en la Europa contemporánea, sino en el Medio Oriente, en las fronteras de India con Pakistán y en las relaciones entre una China en ascenso y sus vecinos. Aunque, por suerte, las ideas de militarismo e imperialismo son mucho menos prevalecientes que hace un siglo, las posibilidades de un error de cálculo letal existen en todos estos casos. Hoy día, los estados poderosos aceptan la idea de que la paz conduce más a la prosperidad que los botines de guerra ilusorios. Sin embargo, esto no significa que Occidente sea inmune a los fracasos de las élites. Por el contrario, actualmente los está experimentando. Pero estos fracasos son por una paz mal administrada, no por la guerra.
Acá hay tres fracasos visibles:
Primero, las élites económicas, financieras, intelectuales y políticas, en su mayoría, no entendieron las consecuencias de la liberalización financiera. Arrulladas por la fantasía de los mercados financieros que se estabilizan solos, no solo permitieron sino que también incentivaron una enorme y, para el sector financiero, rentable apuesta en la expansión de la deuda. La élite política no valoró los incentivos en el trabajo y, sobre todo, los riesgos de un colapso sistémico. Cuando llegó el colapso, los frutos de este fueron desastrosos en varias dimensiones: las economías colapsaron, el desempleo aumentó, y la deuda pública explotó. La élite legisladora fue desacreditada por su fracaso a la hora de prevenir el desastre. La élite financiera fue desacreditada porque necesitó un rescate. La élite política fue desacreditada por su voluntad para financiar dicho rescate. La élite intelectual -los economistas- fue desacreditada por su incapacidad para anticipar la crisis o por no poder ponerse de acuerdo en qué hacer una vez que esta estalló. El rescate era necesario. Pero la creencia de que los poderosos sacrificaron a los contribuyentes por los intereses de la culpa, también es correcta.
Segundo, en las tres décadas pasadas hemos visto emerger una economía globalizada y una élite financiera. Sus miembros están cada vez más separados de sus países. En el proceso, el pegamento que une cualquier democracia -la noción de ciudadanía- se ha debilitado. La estrecha distribución de los beneficios del crecimiento económico realza este desarrollo. Entonces, esto es una plutocracia cada vez más. Es inevitable tener algún grado de plutocracia en las democracias que se construyen sobre la base de la economía de mercado. Pero es siempre una cuestión de niveles. Si la gente ve que su élite económica tiene un desempeño mediocre, que solo se preocupa de sí misma y es ricamente recompensada, e incluso espera un rescate cuando las cosas van mal, los lazos se rompen. Puede que estemos solo en el comienzo de una decadencia a largo plazo.
Tercero, para crear el euro, los europeos llevaron su proyecto más allá de lo práctico hacia algo mucho más importante para las personas: el destino de su dinero. Nada era más probable que la fricción entre los europeos sobre si su dinero estaba siendo gestionado correcta o incorrectamente. La inevitable crisis financiera ha dado lugar a una serie de dificultades sin resolver. Las dificultades económicas del golpe de la crisis son evidentes: grandes recesiones, tasas de desempleo extraordinariamente altas, emigración masiva, y un pesado sobreendeudamiento. Todo lo anterior es bien sabido. Sin embargo, es el desorden constitucional de la eurozona lo que menos se ha destacado. Dentro de la eurozona, el poder está concentrado en las manos de los gobiernos de los países acreedores, principalmente Alemania, y un trío de burocracias no elegidas, la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional. Los pueblos de los países afectados negativamente no tienen ninguna influencia sobre ellos. Los políticos responsables de estos países son impotentes. Este divorcio entre la rendición de cuentas y las huelgas por el poder están en el seno de cualquier noción de gobernabilidad democrática. La crisis en la eurozona no es solo económica. También es constitucional.
Ninguna de estas fallas coincide en modo alguno con las locuras de 1914. Pero son lo suficientemente grandes para generar dudas acerca de nuestras élites. El resultado es el surgimiento de un populismo violento en Occidente, sobre todo el populismo xenófobo de derecha. Una de las características del populismo de derecha es que golpea con el pie hacia abajo. Si las élites siguen fallando, seguiremos viendo el aumento de populistas enojados. Las élites necesitan hacerlo mejor. Si no lo hacen, la rabia nos puede abrumar a todos.
© The Financial Times.