Susana Baca: La diva se celebra
La suavidad de su voz se verá recompensada con el II Premio de la Mar de Músicas de Cartagena, España.
Por Jeremías Gamboa, escritor y periodista peruano. Babelia, El País (España). De la misma manera en que Chabuca Granda le dijo a ella que presenciara sus ensayos —sin abrir la boca y sin moverse—, he permanecido inmóvil durante varios minutos sobre un cómodo sofá de la sala de ensayo de Susana Baca, la diva negra de la música peruana que ensaya junto a sus tres músicos de base —Hugo Bravo en el cajón, Ernesto Hermoza en la guitarra y Óscar Huaranga en el contrabajo— algunos de los temas que piensa incluir en la gira que la llevará a Estados Unidos y a Europa durante los meses de junio y julio. Tocará en Cartagena el 22 de julio y recibirá el II Premio La Mar de Músicas en el marco del festival. Es una mañana de sol y de un aire levemente frío que golpea la casona de amplios vitrales y techos altos al lado de un puente y al borde de una quebrada que conduce a la playa de Agua Dulce, en Chorrillos, un balneario de Lima en el que Baca (Lima, 1944) transcurrió su infancia y adolescencia bajo enormes estrecheces económicas. Estamos en la parte baja de la casa, una especie de búnker que es su sala de ensayo y la guarida en la que se han grabado muchos de sus álbumes más conocidos a nivel mundial. Los músicos han terminado de interpretar una zamacueca y Baca —pelo corto, traje oscuro, orejas desnudas— aprovecha la pausa para tomar té y hablar con ellos antes de una nueva pasada. “No lo sueltes todo”, le dice a Hugo Bravo, su percusionista de hace más de dos décadas, que acaba de tocar con demasiada energía y que le metió demasiada mano al cajón. “Quédate con algo”, le dice.
—Claro que sí, Susanita —le responden. Todo el mundo la llama así: “Susanita” o simplemente “Susana”.
La indicación evidencia lo que, en términos musicales, es el sello distintivo de la música de Baca. Si algo ha caracterizado su trabajo es la sutileza con la que interpreta siempre una tradición específica —la música negra del Perú— asociada más bien a una ejecución externa, violenta y torrencial. Esta mañana Susana Baca ensaya un tema que exige mucha delicadeza y por eso les dice a sus músicos que en la última pasada la han estado llevando a cantar “hacia delante” cuando ella usualmente lo hace “hacia atrás”. Cuando los músicos vuelvan a encarar la zamacueca lo harán con más suavidad que la vez anterior y Susana se sentirá más a gusto al lado de ellos, cerrará los ojos y se recogerá sobre sí.
—Siempre has cantado así, ¿verdad? —le pregunté yo la noche anterior, durante una conversación que se extendió durante horas en una salita de su casa bajo la atenta mirada de Bubulina, una perra gigante que permaneció sentada en el sofá contiguo a la diva en la posición de una persona.
—Desde que era niña he cantado así. No he cambiado nadita.
Susana Baca habla y se comporta de la misma manera en que canta: como si todo se tratara siempre de susurrar. Me había recibido en la tarde en su casa y lo primero que hizo al verme fue comentar lo linda que era mi chompa celeste. “Ay, qué boniiiita”, dijo casi cantando, como suele reaccionar a todo lo que le gusta, sea un sabor en la comida, una idea durante la entrevista, un tema bien interpretado durante el ensayo. Cuando era niña, en este mismo barrio, solo que en una casa precaria en la que vivía con dos hermanos mayores y una madre que se dedicaba a lavar ropa y a cocinar —el padre era chofer y en cierto momento abandonó el hogar—, Susana Baca amamantó la cultura negra y también la criolla: el padre era guitarrista y la mamá era bailarina y amiga del famoso compositor Felipe Pinglo Alva; sus primos fueron los fundadores de la mítica agrupación Perú Negro. Ya era una pequeña a la que le encantaba andar descalza todo el día, a la que su mamá llevaba a las fiestas para hacerla dormir en un sofá mientras los grandes bailaban y cantaban, y que quedó impresionada al escuchar la voz de una tía suya que la tenía a lo Aretha Franklin, potente y retumbante. Desde sus primeros años, sin embargo, ella descubrió que no cantaba así. Frente a sus tías y a través de un micrófono, que era un palo de escoba y una lata, se dio cuenta de que lo suyo era tan sutil como suspirar.
—Yo era la artista del colegio, ¿sabes? Yo cantaba, bailaba, me disfrazaba… Todo lo aprendía rapidísimo. Era mi gusto; mi felicidad.
Al lado de Susana Baca había un gramófono antiguo sobre el piso. Le pregunté por él y me dijo que lo compró su marido, Ricardo Pereira, en uno de sus viajes. En un aparato similar, que su madre ganó cocinando comida negra, es en el que escuchó las primeras canciones que adoró. Y los primeros músicos. El mundo aún no le mostraba sus diferencias.
—La primera vez que yo sentí la brecha fue cuando llegó una profesora de baile al colegio fiscal en que estudiaba. “Pórtense bien porque va a venir una profesora a seleccionar algunas niñas para enseñarles ballet”, nos dijeron. Recuerdo que me dije a mí misma que me iban a elegir porque yo era la artista del colegio; sin embargo, escogieron a las alumnas de un color un poquito claro. Ni a las niñas indias ni a las negras. Ese fue el primer golpe que sentí. No creo haber sentido rabia o rencor o nada; solo que me puse muy triste. Supongo que allí influyó mi madre. Recuerdo que ella me decía: “No sabe, Susana; esa señorita no sabe. Tú bailas bonito y eres la mejor de todas”.
Después de ser nombrada ministra de Cultura en el Perú de 2011 por el Gobierno de Ollanta Humala —dimitió a los pocos meses—, Susana Baca declaró a The New York Times que una de las primeras cosas en las que pensó cuando escuchó el anuncio fue en su madre. Era la primera vez que una mujer negra, y además músico, formaba parte de un gabinete ministerial en su país. Esa noche hablamos bastante de ella, Carmen de La Colina, y Susana soltó un “y qué lindo” cuando le hice recordar que su mamá le lustraba los zapatos con girasoles que robaba de los campos de Chorrillos. (“Y yo vivía enamorada de los girasoles, ¿sabes? No se cortan las flores por gusto, me decía ella. ¿Y tú por qué cortas?, le decía yo. Ah no, porque yo las necesito”). De los recuerdos de esos primeros años, llenos de angustia y carencias materiales, también surge un sentido muy intenso de la dignidad gracias a la presencia de la figura materna. Su madre llegó a verla cantar María Landó —ese tema insignia sobre las desventuras de una mujer trabajadora— ante un nutrido auditorio de empleadas por el Día de la Mujer. No pudo presenciar su consagración.
—María Landó era ella —me dijo Baca.
Fue ella la que la conminó a seguir estudios superiores apenas terminó la escuela. “Eres negra”, le dijo, “eres pobre: tienes que estudiar”. Cuando Baca llegó a la Universidad Enrique Guzmán y Valle, La Cantuta, a estudiar Educación, el ambiente altamente politizado del campus le abrió los ojos. Conoció a poetas e intelectuales importantes, pero sobre todo el poder inmenso de los libros cuando están organizados dentro de una biblioteca. La primera que conoció, recuerda, fue la del historiador Juan José Vega, profesor suyo; el acceso a la segunda se lo ganó cantando a capela Rosas y azahar de Chabuca Granda ante la misma Chabuca Granda en su casa de la avenida 28 de Julio, en Miraflores, un barrio exclusivo de Lima. “Para una muchacha como yo, de una casa donde apenas había un radio y ni un solo libro, fue como si me abrieran la vida”, declaró hace poco a la revista colombiana El Malpensante. “La gente que siempre ha tenido biblioteca no puede imaginarse esa carencia. Chabuca se dio cuenta de dónde venía yo, quién era, y decidió apoyarme. Y llamó a la empleada y le dijo: ‘Cuando venga esta señorita, usted le abre la puerta. Va a leer y a escuchar música’. Para mí eso fue como una beca”.
Presenciando los ensayos de la reina de la canción criolla tan quieta como pretendo yo esta mañana en su estudio, Susana Baca completó la lección que su madre había iniciado a través de su trabajo manual. “Ver a Chabuca hacer sus ensayos y observar cómo vigilaba cada detalle… Recuerdo que iba al piano y decía: ‘Esto está desafinado’. ¡Era de una minuciosidad…!”. Susana estaba sentada frente a una taza de café instantáneo y casi sumida en la oscuridad cuando recordó que ambas se conocieron una vez que ella quedó varada en Europa y sin dinero para regresar a Lima. Su madre fue a buscar a Granda y le pidió ayuda. “Yo lo único que le pude dar fue la universidad y no he podido ayudarla más”, le dijo, según le contó luego a la propia Baca. “De repente usted la puede ayudar”.
Es muy probable que por esos años, a través de los libros de sus protectores, Susana llegara a la poesía, pero también es cierto que conoció personalmente a varios de los mejores poetas vivos del Perú. “Alejandro Romualdo, que fue mi maestro. Juan Gonzalo Rose, con esa ironía que tenía… Después Antonio Cisneros… ¡Y César Calvo! ¡Qué increíble!”. Fue precisamente Calvo quien, tras la muerte de Granda, le mostró un poema que él había escrito y ella musicalizado, un poema que marcaría el origen de María Landó. Baca registró al propio Calvo cantando el tema y luego trabajó y lo grabó en 1984 mientras todas las disqueras comerciales del Perú la rechazaban bajo el argumento de que una mujer negra cantando poemas no vendería de ninguna forma. Fue precisamente esa canción la que David Byrne escuchó en sus clases de español en Estados Unidos y la que lo llevó a invitar a Baca a participar en el disco compilatorio The Soul of Black Peru, el punto de inicio de la carrera mundial de la cantante. Después de aquello vendría su primer álbum solista, Susana Baca, bajo el sello Luaka Bop. En él incluyó Poema, de Carlos Oquendo y Amat, y Heces, de César Vallejo. A partir de entonces se inició su camino irrefrenable al estrellato.
—Se podría decir que más que nunca se trató de justicia poética, ¿verdad? —se rió Baca esa noche con un gesto travieso, recordando los años en que se costeaba los discos vendiendo mermeladas y tamales. En un momento me dijo que me mostraría el cucharón que guardaba como recuerdo de esos tiempos.
Hace un rato ya que el músico peruano Manongo Mujica se ha sentado en otro lugar de la sala de ensayo y mueve las manos ligeramente sobre sus piernas siguiendo la música. Mujica será invitado a tocar en el show que Baca ofrecerá en Cartagena como parte del festival La Mar de Músicas junto a figuras como Andrea Echeverri, de Los Aterciopelados, el bailador Juan de Juan y la intérprete Martirio. Baca ensaya una zamacueca candenciosa titulada Fuego y agua, que escribió Francisco Basili y que musicalizaron Félix Casaverde y otros músicos, entre quienes se incluye a la propia Baca. Este tema es absolutamente contemporáneo. Baca siempre intenta ejecutar algunos así entre aquellos que más bien han provenido de aquella minuciosa labor de rescate que ella y un grupo de estudiosos realizó durante muchos años, sobre todo en 1990 y 1991, por los pueblos de la costa peruana y cuyo resultado fue el libro Del fuego y del agua. La música negra, de la misma manera que la cocina afroperuana, fue hecha de residuos o de materiales que los blancos desecharon de sus casas como fuentes de sonido. Los esclavos tocaron cajitas, quijadas de burro, cajones y calabazas. Muchas de sus melodías —en algunos casos tan solo retazos de melodías— son las que Baca rescató del olvido para proyectarlas a escala mundial desde que entendió que bases rítmicas tradicionales como el landó podrían ser tratadas como el jazz y bajo una interpretación no reñida con la introspección. “La música afro es siempre para atrás”, me dijo la noche en que hablamos. “No es como un grupo de caballos desbocados por delante. Para mí es sofisticada”.
Es difícil poner en palabras lo que se siente al escuchar a Susana Baca a solo tres o cuatro metros de distancia, de pie al lado de una taza de té caliente que toma de vez en cuando mientras consulta la letra del tema que interpreta. Es como si algo delicado y liviano condujera a todos los seres vivos de este recinto en una sola dirección. En cierto momento del ensayo, Hugo Bravo le recordará a Manongo Mujica que una vez, en Chicago, le vio el aura a su cantante; era un resplandor azul que la envolvía mientras ella evolucionaba sobre el escenario. Mujica estará de acuerdo. Como todos esta mañana, cree que Baca canta en comunión con algo que solo puede llamarse espiritual.
—Cantar música negra es algo mágico. No sé cómo explicarlo. Es como si estuvieras fuera de ti, pero estás en el centro mismo de ti a la vez. De pronto tu cuerpo recuerda… Tu cuerpo recuerda y tú no le puedes discutir.
—¿Recuerda qué?
—Tiene una memoria de lo que fue la música. Es sanguíneo, creo; es memoria. Yo me he puesto a pensar varias veces cuando he terminado de cantar y he sentido siempre como que he regresado. Es un viaje.
—¿Por eso cantas descalza en los conciertos?
—Tiene que ver con una sensación de estar volando, de volar. No se puede volar con zapatos, ¿no?
Baca canta con zapatos cerrados esta mañana en Lima y sin embargo por momentos pareciera que se eleva unos milímetros del suelo. El tema que interpreta es sobrecogedor. Trata de una mujer negra que ha sido traída al Perú contra su voluntad en tiempos de la colonia. “Me trajeron como esclava / Trabajaba / Di de comer a sus hijos / los cuidaba”. Las manos de Susana Baca, que las cámaras siempre buscan para los close ups, se agitan levemente como si se tratara de las alas delicadas de un ave a punto de emprender vuelo. “Quien quiso tomar mi cuerpo, quedó preso / parí, y fui tiñendo al pueblo, color negro…”. La mujer que canta esto es la misma que el día anterior me confesó, sobre el final de nuestra larga conversación, que en un momento renegó de ser negra. Miraba su cuerpo, me contó, y se preguntaba por qué sería así, por qué había salido de color oscuro. “Quería asimilarme. No quería ser negra”, me confesó en un momento. En otro me dijo: “Hay un momento en que yo he sentido odio, pero el odio más infinito que te puedas imaginar. Leyendo libros sobre la esclavitud y la trata de personas he sentido rabia, y he buscado nombres y he querido venganza”. Su forma de pensar cambió gracias a la lucha de los afroamericanos en Estados Unidos. Negro is beautiful. Lo leyó y se transformó. Un día se dijo que ya había sido suficiente, y entonces se dejó de lacear el pelo y también abandonó la peluca. “Desde entonces me limpié de ese odio y opté por mí. El canto y la música son ahora una liberación. Siento que el odio se transforma ahora en un arte con compasión; un arte de comprensión y afirmación”.
Susana Baca sonríe mientras canta, sonríe como solo se ve en contados músicos, quizás Caetano Veloso o Gilberto Gil. De pronto ha cerrado los ojos y eleva los brazos. Te presto mi risa / Te presto mi fuego / Te presto mi ritmo. Me celebro. Todo fluye. Esta mañana en Lima la reina de la música afroperuana se celebra y se canta a sí misma, y parece que por unos momentos ya no estuviera con nosotros. Se ha equivocado, me digo entonces. Con zapatos también se puede.
Susana Baca recibe el 22 de julio el II Premio La Mar de Músicas de Cartagena. El festival cuenta este año con Perú como país invitado e incluye, además de actividades literarias, las actuaciones de Eva Ayllón, Novalima, Cumbia All Stars y Dengue Dengue Dengue que fusionan la cumbia y la chicha.
Jeremías Gamboa (Lima, 1975) es autor del libro de cuentos Punto de fuga (Alfaguara, 2007). Mondadori publica en noviembre Contarlo todo, su primera novela.
Escrito por
Publicado en
Del centro a la periferia global y local.