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FRANÇOIS HOLLANDE. FOTO LOUAFI LARBI/REUTERS

Escándalo en Francia

Algunos esperábamos que Hollande plantara cara y, en lugar de eso, cayó en la sumisión intelectual.

Publicado: 2014-01-18

Por Paul Krugman, Nobel de Economía 2008 y profesor en Princeton. El País (España). No he prestado mucha atención a François Hollande, el presidente de Francia, desde que quedó claro que no iba a romper con la destructiva ortodoxia política de Europa, centrada en la austeridad. Pero ahora ha hecho algo verdaderamente escandaloso. 

No me refiero, por supuesto, a su supuesta aventura con una actriz, cosa que, aunque fuera cierta, no es ni sorprendente (vaya, es Francia) ni alarmante. No, lo escandaloso es que haya adoptado las desacreditadas doctrinas económicas de la derecha. Es un recordatorio de que las continuadas tribulaciones económicas de Europa no pueden atribuirse únicamente a las malas ideas de la derecha. Sí, unos conservadores insensibles y obcecados han estado dirigiendo la política, pero se han visto incitados por los políticos atolondrados y sin carácter de la izquierda moderada.

En estos momentos, Europa parece estar resurgiendo de su doble recesión y creciendo un poco. Pero este pequeño repunte llega tras años de resultados desastrosos. ¿Hasta qué punto? Pensemos: hacia 1936, siete años después de la Gran Depresión, una gran parte de Europa crecía rápidamente, con un PIB per capita que continuamente alcanzaba nuevos máximos. En cambio, actualmente el PIB per capita real de Europa sigue estando muy por debajo de su máximo de 2007, y sube muy despacio, en el mejor de los casos.

Se podría decir que estar peor que en la época de la Gran Depresión es una hazaña extraordinaria. ¿Cómo lo han conseguido los europeos? Bueno, en la década de 1930, la mayoría de los países europeos acabaron por dejar de lado la ortodoxia económica: abandonaron el patrón oro, dejaron de esforzarse por equilibrar el presupuesto, y algunos de ellos se embarcaron en grandes rearmes militares, que tuvieron el efecto secundario de proporcionar cierto estímulo económico. La consecuencia fue una fuerte recuperación a partir de 1933.

La Europa moderna es un lugar mucho mejor moralmente, políticamente y desde el punto de vista humano. El compromiso común con la democracia ha traído una paz duradera; la protección de la seguridad social ha limitado el sufrimiento causado por el paro elevado; las medidas coordinadas han frenado la amenaza de la catástrofe financiera. Por desgracia, el éxito del continente a la hora de evitar un desastre ha tenido el efecto secundario de permitir que los Gobiernos se aferren a las políticas ortodoxas. Nadie ha dejado el euro, aun cuando es una camisa de fuerza monetaria. Al no haber necesidad de impulsar el gasto militar, nadie ha roto con la austeridad fiscal. Todo el mundo está haciendo lo seguro, lo supuestamente responsable, y la crisis continúa. 

En este contexto deprimido y deprimente, a Francia no le ha ido especialmente mal. Obviamente, se ha quedado rezagada respecto a Alemania, a la que ha mantenido a flote el formidable sector de las exportaciones. Pero los resultados franceses han sido mejores que los de otros países europeos. Y no me refiero solo a los países que han sufrido la crisis de la deuda. El crecimiento francés ha superado al de pilares de la ortodoxia como Finlandia y Holanda.

Es cierto que los últimos datos muestran que Francia no comparte el repunte generalizado de Europa. La mayoría de los observadores, entre ellos el Fondo Monetario Internacional (FMI), atribuyen en gran medida esta reciente debilidad a las políticas de austeridad. Pero ahora, Hollande ha hablado con claridad de sus planes para cambiar el rumbo de Francia; y es difícil no tener una sensación de desesperación.

Porque Hollande, al hacer pública su intención de reducir los impuestos a las empresas y al tiempo recortar el gasto (sin especificar cuál) para compensar ese coste, declaraba: “Es en la oferta donde tenemos que centrarnos”. Y, además, añadía que “en realidad, la oferta genera demanda”.

Pues sí que estamos bien. Eso es una repetición, casi literal, de una falacia desmentida hace mucho y conocida como ley de Say: la afirmación de que no es posible que haya caídas generalizadas de la demanda, porque la gente tiene que gastar sus ingresos en algo. Esto, sencillamente, no es verdad, y es especialmente incierto en la práctica a principios de 2014. Todos los hechos demuestran que Francia está inundada de recursos productivos, tanto mano de obra como capital, que no se están utilizando porque la demanda es insuficiente. Como prueba, no hay más que fijarse en la inflación, que está bajando rápidamente. De hecho, tanto Francia como Europa en general se están acercando peligrosamente a una deflación similar a la japonesa. 

¿Y qué importancia tiene el hecho de que, precisamente en este momento, Hollande haya adoptado esta desacreditada doctrina?

Como he dicho, es un indicio de la mala fortuna del centro-izquierda. Durante cuatro años, Europa ha sido presa de la fiebre de la austeridad, con consecuencias desastrosas casi siempre; resulta revelador que la ligera recuperación actual sea recibida como si fuese un triunfo político. Dado el sufrimiento que han infligido estas políticas, uno habría esperado que los políticos de izquierdas exigiesen enérgicamente un cambio de rumbo. Pero en todos los rincones de Europa, el centro-izquierda solo ha ofrecido, como mucho, críticas desganadas (por ejemplo, en Reino Unido), y a menudo no ha hecho más que achantarse sumisamente.

Cuando Hollande se convirtió en líder de la segunda economía más importante de la eurozona, algunos esperábamos que plantara cara. En lugar de eso, cayó en la sumisión imperante, una sumisión que ahora se ha convertido en descalabro intelectual. Y la segunda depresión de Europa no termina nunca.

© New York Times Service 2014 

Traducción de News Clips.


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